domingo, 13 de octubre de 2013

La vergüenza de Europa. Parte III.


Había luna llena.

Eché un vistazo para estudiar mi nuevo entorno. En el puesto de mando quedaban los mismos patronos a los que Augusto, quien supuse se había bajado del barco, había hablado de nosotros por recomendación de Charli. Eran tres tipos, dos manejando cada motor y un tercero imagino que para irse turnando. Sentí miedo cuando me percaté de que a bordo también iban aquellos piratas con los que había vivido la escena en los muelles. Iban armados, Charli decía que eran nuestro equipo de seguridad, pero los dos sabíamos que realmente estaban allí para poner paz disparando sobre nosotros sin el menor reparo. Habíamos oído esas historias antes. Reconocí en seguida al del pañuelo rojo, no era excesivamente alto, ni tenía un aspecto físico contundente. Sin embargo el resto de sus camaradas lo trataban con absoluta deferencia. Supe entonces que el respeto entre mercenarios no se ganaba por la estatura o la presencia física sino por las atrocidades que habían vivido, y cometido, en el campo de batalla.

El viaje transcurría tranquilo pese a todo. Sin embargo yo no podía sacarme de la cabeza la imagen de aquel muchacho en el muelle. Era como si hubiera visto una película. Pero no, había sido absolutamente real y ese dolor se convertiría en un dolor en bucle para siempre. Anclado a mi subconsciente. Sajándome el alma.
Viajábamos hacinados, Charli no dejaba de hacer bromas con la gente de alrededor diciendo que íbamos así, tan juntos, porque éramos unos cruceristas cariñosos. El mar estaba en calma, el oleaje apenas golpeaba el casco de la nave por lo que aquellos que pensaban que se iban a marear lanzaban suspiros de alivio. Las mujeres hablaban entre ellas, cantaban a los niños y éstos disfrutaban de su espacio controlado jugando felices. Álex interactuaba con los niños algo mayores, parecía que con todo lo que había tenido que vivir en solo diecisiete meses ya se sentía mayor. Rebusqué entre uno de los bolsillos interiores de mis ropas y saqué el último pitillo que me quedaba. Le pedí fuego al hombre de mi izquierda y prendí la punta del cigarro. La primera calada me supo a gloria. Y la segunda. Y la tercera. Después de darle menos de media docena de chupadas lo apagué y lo guardé dentro de un tubo de plástico con un tapón a presión. El viaje sería largo, guardaría la otra mitad para unas horas más tarde.

El tremendo ruido de los motores de pronto cesó. Los allí presentes enmudecieron de golpe dejando claro que pese a la normalidad con que trataban de tomarse la situación estaban alerta ante cualquier imprevisto. Alguien desde el puesto de mando dijo que aprovechando la deriva irían apagando los motores para ahorrar combustible. Unos mafiosos dando explicaciones a su mercancía, sonreí por lo absurdo que me pareció aquel gesto de hospitalidad. Entonces la secuestrada normalidad volvió a invadir la cubierta. Aunque no por mucho rato.

Calculé que habían pasado unas dos horas, la noche seguía dominando el cielo. Habían apagado los focos que se proyectaban a cubierta y la gente se disponía a dormir. Trataban de hacerlo apoyando las espaldas unos con otros y acurrucaban sus cabezas entre sus brazos. Parecíamos gorriones indefensos. Y quizá eso era lo que fuéramos, unos pobres pajarillos en una jaula flotante. Álex se estaba portando como un campeón y pronto pediría su recompensa. Metí la mano en mi despensa de tela y saqué una papilla de fruta que Alma nos había preparado. Mientras observaba distraído el viscoso y caliente contenido de la bolsa de plástico alguien empezó a vomitar por la borda, a pocos metros de donde estábamos nosotros. Era un hombre mayor, casi anciano. La gente de alrededor se separó para dejar que el hombre se despachara a gusto. A su lado alguien, que supuse un familiar, agarraba al hombre. Pero el ser humano, un mequetrefe a merced de la Naturaleza, nada puede hacer cuando el mar hace acto de presencia cargado de furia. Una ola sibilina golpeó el casco del barco y los dos hombres cayeron al agua. En ese momento los motores volvían a estar apagados por lo que oímos perfectamente el ruido sordo que los dos cuerpos hacían al entrar de lleno a las frías aguas del Mediterráneo. Luego empezaron los gritos de ayuda. No volvería a pasar. Otra vez no. No sería de nuevo espectador viendo como la vida de alguien se apagaba.


- ¡Charli! ¡Charli, despierta! ¡Toma, coge a Álex!. - Le zarandeé fuertemente.

- ¿Qué pasa? ¿Qué? - Decía esto mirando de lado a lado. Estaba realmente dormido.

- Dos hombres han caído al agua. ¡Hay que subirlos de nuevo a bordo! -Le tendí al niño que se había despertado bruscamente. Empezó a llorar desesperado echándome los brazos para que lo tomara de nuevo. “¡Apa, apa!” repetía sin parar.

De rodillas en el suelo puse las dos palmas de mi mano en la cabeza de Charli, una a cada lado, a la altura de las sienes y apoyé mi frente en la suya tratando de atravesarle el alma mirándole directamente a los ojos.

- Cuida de Álex unos minutos, Charli. Cuida de Álex, ¡por lo que más quieras! No lo sueltes, no vengas a por mí. Tengo que devolverle a la vida lo que hiciste por mí en aquella trinchera. Álex es lo único que tengo, Charli. Cuídalo. Es toda mi vida. - La barbilla me tembló al decir esto.

Asintió sin poder decir ni media palabra tratando de contener el llanto del niño.
Fui saltando a la gente hasta llegar al puesto de mando. Hablé con quien gobernaba la nave. Me dijo que lo único que iban a hacer era dar luz sobre el mar para localizar a quien se había caído, pero ellos no iban a hacer ninguna maniobra de rescate. No anclarían el barco. No me sorprendió en absoluto aquel nuevo desprecio a la vida humana. El pirata del pañuelo rojo me observaba atento. Su mirada se cruzó con la mía y me echó un pulso de unas milésimas de segundo. No lo ganó.
Sin más remedio acepté la escasa ayuda que me ofrecían. Tomé un salvavidas y una cuerda lo suficientemente larga y gruesa. Algunos hombres y mujeres de la cubierta se ofrecieron a formar una cadena para tirar de mí. Uno de los hombres me dijo que estaba loco, el agua estaría por debajo de los diez grados. Me quité la ropa y mostré el traje de neopreno que había debajo. Movió la cabeza afirmativamente comprendiendo mi determinación. Para entonces todas las personas que habían allí se mostraban agitadas, los hombres de los fusiles tomaron posiciones para evitar que la situación se descontrolara, de inmediato la gente comprendió la gravedad de aquel momento y quienes no iban a ayudar se sentaron. El potente foco localizó a las dos personas flotando a unos cinco metros del casco, a popa. El mar no estaba excesivamente bravo, pero el oleaje que había era suficiente para agotar a los dos hombres que luchaban por mantener la cabeza a flote. Yo ya tenía atada la soga al salvavidas y otro pliegue alrededor de la cintura, los hombres estaban dispuestos para tirar de mí cuando llegara a los náufragos. No quise mirar a donde Charli y Álex estaban, aquello no era una despedida. Justo cuando me disponía a saltar algo tiró de mí. Cuando me di la vuelta dos de los matones agarraban la cuerda riendo y me impedían saltar al agua.

- Amigo, no puedes salvar a esos dos hombres. En este barco nosotros decidimos quién vive y quién no. - Reconocí esa mirada en apenas un segundo. No iban de farol, no me dejarían saltar al agua pero tenían ganas de divertirse antes, de infundir miedo. Esos hijos de puta ignoraban que yo también había estado en su misma guerra, quizá poco tiempo pero lo suficiente para no conocer ya el miedo. Desconocían por completo quién era yo y qué atrocidades me obligó la guerra a hacer para sobrevivir unos pocos minutos más cada día. Cometieron el error de subestimar la desesperación de un hombre. En un movimiento eléctrico saqué el cuchillo que llevaba atado en mi tobillera. Sin pensármelo dos veces lo clavé en el hombro derecho de aquel tipo. El arma se le cayó al suelo. Gritó como un cerdo en día de matanza. Cuando la empuñadura tocó su carne y su sangre resbalaba por mis nudillos rumbo al negro azabache del neopreno de mi traje, clavé, esta vez, mis ojos en los suyos. El tipo estaba lleno de miedo. Apretando los dientes le dije:

- Ni se te ocurra intentar detenerme o te iré rajando poco a poco hasta sacar el cuchillo por tu yugular. - Miraba a su compañero para que fuera una advertencia a dos.

Extraje la hoja de su carne rápidamente, como en un movimiento accionado por un resorte. Fue como sacarla de una gran barra de mantequilla casera y la coloqué en mi tobillera. Le di dos palmadas en la espalda a uno de los hombres que seguía allí dispuesto a ayudarme. Aquella escena no le había hecho retroceder ni un solo centímetro, el valor aparece en cualquier corazón cuando se marcha el miedo. Me lancé al agua de cabeza con técnica depurada. Había pasado mi vida pegado al mar por lo que sabía como saludarlo al entrar.
Tardé unos pocos segundos en llegar hasta ellos, el hombre joven trataba de mantener la cabeza del mayor a flote, a riesgo de verse sumergido él una y otra vez. Entre grandes bocanadas persecutoras de aire consiguió decirme que era su padre. El señor estaba agotado. Entre los dos le colocamos el salvavidas e indiqué con el pulgar hacia arriba a la gente de cubierta que podían empezar a tirar. Mientras el hombre era subido de nuevo en el barco su hijo y yo nadamos para no alejarnos. Volvieron a lanzar el salvavidas y esta vez subió el chico. Yo ya estaba agotado, tragué algo de agua debido a que respiraba acelerado a consecuencia del vaivén de olas y emociones de los últimos minutos. Por último llegó mi turno. De pronto los motores empezaron a rugir. Se me heló la sangre pensando en que aquello pudiera ser consecuencia directa de mi enfrentamiento con aquellos milicianos. Se oyeron gritos a bordo. Alguien decía que pararan, otros gritaban furiosos que avanzaran. Supe entonces que pensaban abandonarme. Charli... ¡Álex! De pronto dos tiros al aire. Gritos de miedo. El agua me entraba por la nariz al respirar azorado, tosía dando grandes arcadas. El hombre de cubierta lanzó con todas sus fuerzas el salvavidas, supe que así había sido pues en medio de aquella algarabía oí el sonido que hizo el aire al abandonar sus pulmones en aquel gesto hosco. Escuché el ruido que hacía el flotador al dar de plano con el agua, a pocos metros de mí. Pero no había visto el sitio exacto donde tocó agua. Entonces el foco se apagó. Y mi instinto tuvo que encenderse. Más gritos en cubierta. Los segundos en penumbra me desconcertaron hasta que la luna, descarada, se desnudó de su vestido de nubes y me mostró donde debía extender mis manos. ¡Bingo! Me agarré a la cuerda y fui trepando ayudado por quienes todavía se habían quedado allí para ayudarme, poniendo en riesgo su propia vida. Eran apenas unos tres o cuatro metros de altura. Salvé la última distancia dando un par de grandes zancadas. Caí a plomo en la cubierta. Estaba agotado pero también feliz, pleno. No era todavía consciente de lo que allí pasada. Ignoraba, fruto del agotamiento, completamente en qué punto estaba la situación a bordo. Levanté la vista instintivamente buscando a los dos hombres que habíamos salvado pero lo que me encontré fue la culata del kalashnikov del pirata del pañuelo rojo que al estamparse contra mi pómulo izquierdo lo quebraba. Antes de que me doliera todo lo que iba a dolerme el golpe sentí ganas de estornudar. Mi trigémino se había despertado de madrugada sobresaltado por aquel golpe y preguntaba “¿Qué pasa aquí?” de aquella manera.

- Tienes suerte de que tu amigo el cura haya pagado por ti un buen seguro de vida, muchacho. De no ser por él te habría matado ahora mismo. Delante de tu hijo. -Mientras me decía eso restregaba la culata del fusil por mi rostro, extendiendo la sangre.
Alcé la vista aturdido, sentía que me mareaba. No, ahora no. Aquí no. Álex... Álex...
Entonces caí inconsciente.

En la última etapa de mi vida se había convertido en costumbre desfallecer y luego recuperar la consciencia sabiendo que al despertar Charli me estaría esperando. Abrí los ojos y allí estaba con Álex. Otra vez. Pero esta vez no habían pasado tres semanas, solo tres cuartos de hora. Iba mejorando mis marcas de regreso desde el otro lado.

- Te has librado por poco, amigo. Incluso con el peso de mis contactos me ha costado mucho trabajo convencer a la tripulación de que no eres un tipo peligroso. Que lo que has hecho al fin y al cabo ha sido algo bueno y que no era necesario arrojarte a que te comieran las gambas. - Charli señalaba a donde estaban los dos hombres que sacamos del agua.- Ahí los tienes.-

Padre e hijo se acercaron a darme las gracias. Venían felices. Y contrariamente a lo que esperaba me sentí culpable porque, egoístamente, pensé en que había jugado no con mi vida, sino con la Álex si algo me hubiera pasado. Les estreché la mano y me toqué el pómulo.

- Creo que lo tengo destrozado. -Miré a Charli rotundamente dolorido.

- En la cara te he dado seis puntos. La reparación del hueso tendrá que esperar. Te pagaré la mejor placa de metal en la mejor clínica de Nueva África. Esa ropa tuya es una mina de oro, chico. - Lo dijo en alusión a un pequeño botiquín que llevaba encima.

- Lo sé. - Sonreí lacónico.

- ¿La carta sigue en su sitio? - Preguntaba por el salvoconducto de Alma.

Tenté el bolsillo donde la había colocado antes de lanzarme al mar. Allí estaba. Miré a Charli y asentí.

Clavé la vista al cielo. La noche seguía siendo el techo de nuestros destinos. La luna apenas se veía ya. Intenté calcular qué hora sería. Después de un rápido repaso a los acontecimientos concluí que serían en torno a las cinco y media de la mañana. Estaba a punto de amanecer. Deseé que lo hiciera en todos los sentidos. Eché un vistazo a la gente que había en cubierta. Eran gentes de rostros tristes, adustos por las circunstancias. Aquellas personas merecían mi más admirado respeto, ya eran héroes y heroínas por estar allí aquella noche, por todo lo que habían arriesgado, que no era otra cosa que su propia vida, se merecían que el viaje terminara bien, merecían un futuro mejor y una nueva oportunidad cuando el barco tocara tierra. Entre nosotros había un sentimiento de solidaridad, en esos momentos todos éramos unos apátridas. La sensación de desarraigo nos unía pues todos llevábamos un trozo de nuestra tierra en el corazón. Éramos como pequeñas piezas del mismo puzle que había sido nuestro pasado en la ciudad, al principio parecíamos piezas desconectadas pero tras unos minutos de charla todos encajábamos, éramos gente que había visitado los mismos sitios, los mismos barrios, gente que había visto las mismas puestas de sol... Gente que tenía casi la misma vida.



Bastaron unos pocos minutos para que el cúmulo de malos presentimientos que había tenido días atrás fueran confirmados de la peor manera imaginable. Era como si al subir al barco después de rescatar a aquellos dos hombres alguien más hubiera llegado a bordo. Tenía la sensación de que La Muerte misma se nos había pegado a la piel y se encontraba ahora entre el pasaje. Debí haberme dado cuenta mucho antes de que cuando todas las señales te dicen “No” debes seguir el camino lógico, de nada sirve convencerte de que las cosas van a salir bien cargado de pensamientos mágicos. Cuando la evidencia te grite “¡Sal de ahí!”, debes salir sin pensarlo dos veces.


Apenas tengo unos vagos recuerdos de lo que pasó en aquellos treinta minutos. Ni siquiera sé si fueron treinta minutos, treinta segundos o treinta años. Todas las imágenes que vienen a mi mente lo hacen como los flashes en los pasillos de una casa del terror en un parque de atracciones: gritos, rostros desfigurados y un ruido imposible de equiparar a nada conocido, como el ruido que haría un agujero negro en el universo engullendo toda la vida de una galaxia de golpe.
Uno de los motores empezó a arder. La columna de humo negro tenía un pie de fuego naranja y se elevaba furiosa hasta el cielo. Desde nuestra posición en proa notamos la primera sacudida que hizo la nave cuando los barriles más pequeños de combustible estallaron. De hecho recuerdo que fueron más fuertes nuestros gritos que el ruido mismo de aquellas primeras deflagraciones. La gente corrió hacia nosotros. Yo agarré a Álex con todas mis fuerzas, tanto que temía asfixiarlo. Ya había perdido de vista a Charli. Entonces una explosión mayor, de los barriles grandes, lanzó por los aires a algunas personas envueltas en una bola de fuego. Y dos segundos más tarde la locura y el terror de la gente que quería huir sin tener hacia donde hicieron que ocurriera lo inevitable; el barco volcó y entramos de lleno en un infierno hecho con agua.








Eran las once de la noche. Alma nos miraba desde el umbral de la puerta y me decía que estaba loco. Álex y yo estábamos en la bañera de casa. Llevábamos nuestros trajes de neopreno, en cierto sentido estábamos ridículos de esa guisa en un cuarto de baño. Era una bañera grande, yo podía tumbarme boca arriba sin problemas y practicar con Álex encima esa postura de supervivencia que me había enseñado un compañero de cuando estuve en el frente. El agua estaba helada y el niño ya no daba muestras de estar disfrutando. Le pasaba cuando llevábamos más de media hora chapoteando. Al principio encendía una luz, luego dejaba el baño a oscuras y al final, cuando ya se ponía nervioso, le cantaba la única nana que Elisa tuvo tiempo de enseñarme. Siempre tumbado sobre mi pecho le había instaurado esa rutina, cuando terminara la nana saldríamos del agua.


- Echa más hielos. Serán solo cinco minutos más. Hazme caso. -Le pedía a Alma con mirada de súplica.

- No entiendo el funcionamiento de esta rutina militar. Es inhumano que lleves al chiquillo al límite de esta manera- Alma refunfuñaba mientras hacía lo que le pedía.

- Alma, ya sabes por qué lo hago. Tú misma te sorprendiste cuando te dije que habíamos pasado de aguantar diez minutos a media hora en pocas semanas. Sabes tan bien como yo que esto puede suponer la diferencia entre conseguirlo y no. - Me refería a si llegado el momento el barco naufragaba y debíamos aguantar todo el tiempo posible a flote en medio de un mar de agua helada.

- Lo sé. - Y preparaba las toallas calentadas a la vera del fuego de la chimenea para envolvernos cuando saliéramos del agua helada.



La gente gritaba de terror. Oía lloros ahogados por la tos y las arcadas que causaba el agua de mar al llenar las gargantas de los supervivientes de la explosión. La gente llamaba a sus seres queridos gritando desconsoladamente. Algunos optaron por agarrarse al trozo de la barcaza que aún se mantenía a flote pero que no podía albergar a todo el mundo. Pude ver como un grupo de personas se dedicaba a coger trozos grandes de la madera de la barcaza y a poner en ellos a otras personas para que tuvieron algo a lo que agarrarse. Grité con todas mis fuerzas.

- ¡Charli! ¡CHARLI! - Pero tuve que parar cuando Álex empezó a llorar asustado.


Ya lo tenía sobre mi pecho. En esa postura que tantas veces habíamos practicado con Alma como testigo. Debía funcionar, tenía que funcionar. De pronto alguien empezó a gritar.

- ¡Barco! ¡Barco! ¡Viene un barco!

De entre las entrañas de todos los presentes salió al unísono una petición colectiva de socorro.

Era un barco mediano, pesquero quizá. Pasó por nuestro lado y nos rodeó, parecía acechar. Encendió un foco en cubierta y alumbró al agua donde las cabezas de los náufragos luchaban por cada bocanada de aire entre gritos de ayuda. Luego de escudriñar el agua, apagó el foco y el barco prosiguió su marcha. Como si allí no pasara nada. Como si esa escena de desesperación, de vida y muerte, de condena y salvación humana no estuviera ocurriendo delante de sus narices. La gente lloró, o al menos eso creí. Por momentos no sabía qué era real y qué no.

Continué flotando con Álex sobre mi pecho un rato más. El niño miraba como loco de lado a lado, pero no estaba asustado. Era un niño que había nacido sin miedo. Por la hora que era debía estar a punto de salir el sol. Difícilmente había logrado trazar una línea temporal de los últimos acontecimientos para ubicarme, pero en seguida lo supe. Solía oírle decir a Charli que la noche es más oscura justo antes del amanecer. Y entonces sucedió. El sol hizo acto de presencia por el noreste. Levante la cabeza para ver lo que sucedía a mis pies y lo que vi me heló el corazón, algo que todavía el agua fría del mar no había conseguido hacer. A mis pies la gente viva convivía con gente que flotaba boca abajo. Algunos se ocupaban en mantener cerca de sí mismos los cadáveres de sus seres queridos. De pronto dejé de oír. Observé la escena en el mayor silencio. Igual que aquel día en que estalló una granada cerca de nuestras posiciones y estuve una semana sin apenas oír otra cosa que un molesto zumbido como de televisión mal sintonizada.


Volví en mí cuando sentí que mi hijo apoyaba su cabeza en mi pecho, fatigado, tiritando. Le levanté la cara, mojándole un poco con mi mano y lo que vi me atravesó el cerebro como si me clavaran agujas de lana en el cráneo. Mi niño estaba pálido y tenía sus pequeños labios azules. Estaba cianótico. Pese a todo no lloraba, porque él rara vez lloraba. En un inútil intento de darle algo de calor trataba de darle el aire caliente que salía de mis pulmones, quería que toda mi vida se fuera con él pero al hacerlo solo conseguía que nos hundiéramos. Así que solo pude hacer lo que deseaba que ocurriera. Empecé a cantarle en bajito la única nana que conocía... Su cara se iluminó, parecía que la vida le volviera de súbito. Álex sabía que al acabar la nana podríamos salir del agua.


La nana acabó. Y todo fue silencio.


Cerré los ojos llorando y sentía que me hundía, esta vez directo al abismo. Todo estaba perdido. Entonces dos muchachas negras con traje de buzo nos hicieron volar a Álex y a mí a una barca de salvamento marítimo. Yo solo repetía “salvad al niño, salvad al niño, salvad al niño” hasta que caí extenuado.


Creo que era por la tarde. Un traductor de la Media Luna Roja nos dijo que solo habíamos sobrevivido cuarenta personas. Cuarenta personas de casi trescientas. Le pregunté si entre los supervivientes había un señor que respondía al nombre de Charli, dijo que no le constaba. Uno de mis compañeros me dijo que ese tal Charli los había salvado a él y a otras ocho personas más ayudándoles a mantenerse agarrados a los trozos de la barcaza que flotaban. Charli había sido uno de esos hombres a los que había visto ayudar al resto. Había vuelto a hacer lo que tenía que hacer. Pero esta vez no vendría a contarme la historia de esta última gesta. Las lágrimas se me agolparon en los ojos. Le pregunté al intérprete si tendría un cigarrillo para darme. Asintió. Al tendérmelo me dijo que fumara fuera, pero que estuviera preparado para lo que iba a ver. Al salir los cuerpos de mis paisanos que habían sido sacados del mar yacían en fila tapados con una sábana blanca. Me flaquearon las piernas y caí al suelo. Esos cuerpos ahora inertes solo hacía unas horas que sentían, que sufrían, que estaban llenos de miedos. Pero también de sueños, de esperanza e ilusión. Sentí rabia, maldije a los marineros de aquel barco que pasó de largo. Quería tenerlos delante para preguntarles por qué lo hicieron, por qué no nos prestaron ayuda. Quería preguntarles si era por el color de nuestra piel, quería saber por qué no hicieron algo por nosotros. Pero todo era en vano, la culpa no era de aquellos marineros. La responsabilidad de todo aquello era de los mismos que nos habían empujado a abandonar nuestra tierra. Después de todo lo ocurrido nada me daría consuelo ya el resto de mi vida. Nada que no fuera Álex. Fui incapaz de fumar. Entré al hospital de campaña y lo vi jugando con tres de los cinco niños que habían sobrevivido. Por dios santo, eran treinta niños. Tuve que ir a vomitar. Después de eso un enfermero corpulento me cogió y me indicó que me sentara. La bata blanca resaltaba aún más el negro profundo de su piel. De pronto me dejé caer en sus manos, le entregué mi calma y ese hombre negro de sonrisa gigante me recordó que Alma estaría haciendo lo mismo por alguien en uno de los pocos hospitales que quedaran en pie en casa. Sin saber muy bien por qué le entregué la carta que Charli me había dado. Ese grandullón me había inspirado confianza desde la primera vez que lo vi. Supe que podía confiarle no solo mi salud, sino toda mi vida.


Pasaron solo dos meses cuando esa carta dio sus frutos. Álex y yo fuimos trasladados desde el centro de internamiento para inmigrantes hasta un piso tutelado. Gracias a esa carta nuestra antigua vida acabó.
Pasaron dieciocho meses hasta que pudimos cerrar el círculo y Alma estuvo con nosotros en Nueva África. La nostalgia por haber perdido a Charli nos acompañaría el resto de nuestras vidas, pero sabíamos que ese canalla infame con alzacuellos y amante del Jack Daniel's había perdido su vida salvando a casi treinta personas antes de desaparecer. Sin duda alguna estaría ahora mismo fumándose un cigarro a escondidas en la cafetería del cielo.









Nota del autor. 

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http://www.bubok.es/libros/228829/Cuando-las-pateras-partan-desde-Europa


GRACIAS!



La vergüenza de Europa. Parte II.

Parte II.

Machihembré la llave en la decrépita cerradura de la puerta de casa. Entré. La estancia estaba iluminada por algunas pocas velas de cera. El niño dormía tranquilo en el sofá, con una respiración corta, rápida pero perfectamente acompasada. Desde que llegó Álex a mi vida descubrí que uno de los placeres más grandes que me brindaba la cotidianidad era la manera en que el tiempo se detenía entorno a la bella estampa que se creaba frente a mí cada vez que Elisa le daba el pecho al niño y este, una vez tenía lleno su pequeño estómago de leche, se dejaba caer en el regazo de su madre y yacía en absoluta paz mientras una estela del blanco maná lácteo de vida se le escurría por su pequeña boquita.

Álex tenía dos meses cuando a los dos nos arrebataron a Elisa. La asesinaron una noche de Mayo. Su vida se apagó cuando florecía el azahar y desde entonces asocié el olor de esa flor a su presencia. Me sumía en una profunda reminiscencia cada vez que pasaba cerca de uno de los pocos naranjos que quedaban en pie. Elisa murió sin saber siquiera por qué. Éramos las piezas más débiles de esa guerra y estábamos en medio de los dos bandos. Las bombas derribaron nuestros bloques de pisos como si se trataran de varios castillos de naipes siniestros, hechos de polvo y escombros. Álex y yo sobrevivimos e inmediatamente supe que él era ya mayor que yo. En menos de dos meses había vivido dos vidas. Yo solo una y acababa de disiparse.

Alma salió de la cocina e irrumpió en la estancia. Llevaba consigo un plato con algunas frutas. Me dio un abrazo como siempre que me veía.

- ¿Qué tal ha pasado el día? - Pregunté con cierta preocupación. Ningún día era bueno con el monstruo de una guerra presente en cada hueco.

- La verdad que muy bien. Hemos estado jugando todo el tiempo hasta que ha caído rendido. Es cierto que cuando se oían algunos disparos a lo lejos su carita se transformaba. Asomaba a sus ojos ese miedo del que me hablabas, impropio de un niño.


Conocer el sufrimiento de mi hijo me partió en dos. Como si el destino se plantara frente a mí con una escopeta de cañones recortados y a diez centímetros de mi abdomen disparara.


- Pronto acabará todo. - Respondí no con la convicción y la fuerza que se le presupone a un padre de familia sino con el miedo de quien se sabe el eslabón más débil de la cadena.

Esos días mi intuición estaba desbordada. No dejaba de gritarme que me echara atrás, que replanteara lo del viaje a Noráfrica. Tenía un continúo mal presentimiento aterido a la piel. Pero no había marcha atrás. Cada día sabíamos de un nuevo amigo que había muerto, ya no nos quedaba familia. Aquí ya no teníamos ninguna vida. Alma me vio sumido en mi pesambre y habló:

- Francis, sabes que si decidierais quedaros yo podría cuidar de Álex. Y de ti. - Al decir esto último clavó su vista en el suelo, ruborizada.

- Alma... Ya sabes que yo no puedo más que agradecerte todo lo que has hecho por nosotros. Además, si tu hermano se entera que te he dejado de mirar como a una hermana pequeña y lo he empezado a hacer como a la mujer que eres me daría una paliza terrible. Es un santurrón pero esa tonsura que le nace de la coronilla lleva un doble filo letal capaz de rebanar pescuezos de un tajo, créeme.

- En eso llevas razón. Charli siempre me verá como a su hermanita débil e inocente. ¡Tengo ya veintidós años! Y el último año de mi vida lo he vivido en medio de esta guerra bastarda. ¡He envejecido diez años en menos de doce meses! Francis, mírame. Ya no soy una niña. - Clavó sus ojos en los míos y vi que era cierto. Alma se había convertido en una mujer.

Entonces sucedió. Como todo lo que ocurre en la vida que de verdad merece la pena; en un solo segundo. Mis labios se pegaron a los de Alma en un golpe perfecto de magnetismo, ella me devolvió el gesto y me besó con fruición. Daba besos de mujer. No recuerdo los minutos que estuvimos besándonos hasta que un leve quejido surgido de entre sueños nos sacó de nuestra ensoñación. Cogí al niño y lo arrullé en mis brazos, junto a mi pecho. Él abrió uno de sus dos grandes y vivarachos ojillos y me miró; escudriñó la estancia y vio a Alma. Todo estaba en orden. Esbozó una sonrisa satisfecha y se sumergió de nuevo en el sueño. Alma miraba la escena con un halo de emoción. Ella quería formar parte de mi familia. Y yo había descubierto que también la quería conmigo.

- Entonces, ¿tú no vendrás con nosotros? - Le pregunté refiriéndome no solo a Álex y a mí sino también a su hermano.

- No puedo, todavía no puedo marcharme. Estoy prestando ayuda en el hospital. Ya sabes que hago falta como refuerzo.

- Lo sé. Gracias al sacrificio de alguien como tú yo estoy vivo. Además, nadie debería sentir nunca el dolor que provoca saber que has abandonado la ciudadanía y te has convertido en un refugiado.

- Cuida de mi hermano, Francis. Ya sabes como es. Se dejará la vida por ayudar a quien lo necesite. ¡Por dios, no digo que no ayude a nadie llegado el momento, pero adviértele de que su hermana quiere volver a verlo con vida!. - Dicho esto se abrazó a Álex y a mí.

- Lo haré, Alma. Estate tranquila, tu hermano ya se ha comprometido a ser uña y carne conmigo. Sabe que Álex depende de los dos.

Una lágrima tililó en su rostro. Otra en el mío. La muchacha dirigió sus pasos hacia la puerta mientras yo dejaba al niño en su cama. Fui detrás de ella. Una vez estuvimos los dos en el umbral que daba al rellano de la escalera me miró. Nos separaba casi medio metro pero yo sentía su corazón latir fuerte, rotundo. Lo hacía con tanta fuerza que me hizo cerrar los ojos.

Y entonces me besó. Ahora era yo quien le tenía que devolver el gesto, la cogí en volandas y la llevé hasta mi cama donde la tumbé y la hice mía. Donde me tumbó y ella me hizo suyo.

Al cabo ella salió de casa. Se despidió con un “te amo”. El primero que escuchaba en meses, el último que escucharía en años.


Unos nudillos golpeaban en la puerta. Dadas las circunstancias tan hostiles del entorno este tipo de situaciones debían ser tomadas muy en serio, podía ser cualquiera con cualquier intención. Sin embargo no era un golpeteo contundente, ni policial, ni para tenerle miedo. Quien llamaba marcaba las notas del knockin' on heaven's door en la puerta de falsa madera de la casa. Eran Charli y su misticismo quienes llamaban, no cabía la menor duda. Abrí todavía envuelto en la confusión que causa cuando no sabes qué es vigilia y qué sueño.

- Buenas noches, Casanova. -Me dijo mientras me daba un golpe seco en el hombro y me disparaba sus ojos a los míos, que por suerte llevaban un chaleco antibalas de sueño y no percibí el impacto en todo su esplendor. Yo esperaba que tardara al menos un par de horas desde que me viera para decírmelo, pero no, disparó en cuanto me tuvo en el punto de mira, fiel a su estilo, con una sonrisa malévola.


- ¿Estás enfadado o decepcionado? - Le pregunté con verdadera preocupación, no quería que mi relación con Charli se mermara lo más mínimo. Era toda la familia que Álex y yo teníamos.


- No, estate tranquilo. No soy su marido, soy su hermano. Es cierto que siempre pica un poco saber estas cosas, pero no por ti, ni por el hecho en sí. Pica porque es en estas circunstancias cuando de verdad me doy cuenta de que es una mujer hecha y derecha. Francis, ¡me da rabia ser tan primitivo y no haberla escuchado cada vez que me lo decía!

- Alma es la mujer que dice ser, Charli. Se merece que la trates como tal.

- Lo sé, Francis. Tiene cojones la cosa. No solo no estoy enfadado contigo sino que además voy a tener que darte las gracias por haberlo hecho. ¡Eres un bastardo encantador, Francis R!

Dicho esto me dio un abrazo y me dijo que en una hora tendríamos que estar en el puerto para empezar a embarcar. Yo ya tenía todo listo. Apenas nos dejaban llevar equipaje pero yo me había ideado una ropa mullida llena de doble bolsillos. Me aseguraría que a Álex no le faltara nada en las más de diez horas que duraría la travesía. Había llegado la hora de despertarlo.
De todos los momentos que componían mi día a día este siempre era el mejor. Daba igual lo que ocurriera fuera. No importaba que la muerte campara a sus anchas algunas manzanas más arriba; Álex siempre se despertaría riendo. Siempre. A sus diecisiete meses asomaban ya a su boca siete piezas dentales, siete diminutas ferocidades como le gustaba decir a Alma parafraseando a Miguel Hernández cada vez que nos mordía a alguno. Criar a un niño en medio de una guerra es algo que la humanidad jamás debería permitir que ocurriera. El derecho a ser niño y vivir feliz como tal es algo sagrado. Pero a nosotros nos habían quitado ese derecho y cualquier otro. A nosotros nos lo habían quitado todo, por eso debíamos marchar.

Llegamos al puerto sobre las tres de la mañana. Álex se había dormido poco después de salir de casa, reposaba sobre mi hombro. Desde casa al puerto nos separaban poco más de veinte minutos de caminata. Habían llegado ya unas cincuenta personas que esperaban en la dársena donde estaba amarrada nuestra barcaza. Vi a Augusto, él también me vio y me saludó complacido. El tipo merodeaba la zona. Estudiaba al personal. Se sonreía como una hiena satisfecho de tener en el bolsillo el dinero que nos habían cobrado a todos por ese viaje. En la guerra todo es negocio, y la trata de personas en cualquiera de sus variantes es el más jugoso de todos.
El barco descansaba sobre la quilla encima de la pendiente de la rambla, varios hombres subían a bordo grandes barriles de combustible y provisiones de varios tipos. Desde mi posición en los muelles pude apreciar que la barca sin ser grande tampoco era pequeña. Popa y proa estaban separadas por unos treinta metros, la cubierta contaba con una superficie de unos diez metros desde babor a estribor. El armatoste flotante de acero y plástico tenía también una pequeña bodega desde la se accedía únicamente a través del puesto de mando. Allí estaban situados los dos motores fuera borda que propulsarían la embarcación, eran grandes, pero yo no entendía mucho de náutica. ¿Quizá 150cv por motor? ¿200 a lo sumo? Bah, daba igual. No lo conseguiría averiguar.

Tan absorto estuve en mis cavilaciones que solo salí de ellas cuando un chiquillo de los muchos que allí habían rompió a llorar. Álex se revolvió entre mis brazos y lo mecí hasta que volvió a quedarse dormido. Sonreí satisfecho. Cuando subí la vista y miré a mi alrededor en seguida me estremecí. De súbito entendí qué era lo que allí se cocía. Se habían congregado ya unas doscientas personas y se oía en los corrillos que todavía faltaban muchas más por llegar. Yo no era experto en navegación pero sobre ese barco no deberíamos ir más de ciento cincuenta personas y pretendían meter al doble. Un sudor frío me recorrió la espalda y sentí ganas de vomitar. Acababa de darme cuenta de algo que Alma me había advertido varias veces y yo no había querido creerla; el negocio estaba en llenar aquel barco con el mayor número de personas posible y despreocuparse de si llegaban a tierra o no una vez el dinero estaba en sus bolsillos. De pronto supe que éramos prisioneros de guerra. O peor aún, de las mafias que operan en la guerra. Otro chico al fondo del muelle se dio cuenta de aquello. Presa de un ataque de pánico pedía a gritos salir de allí, que le dejaran ir, decía que se echaba atrás. Era un chaval de unos 20 años, con cara de niño asustado. La gente giraba sus cuellos para localizar la fuente del alboroto. Cuando el chico empezó a darse la vuelta para irse alguien encima del barco indicó a los allí congregados que empezaran a subir. Poco a poco la masa de gente comenzó a ascender la pasarela que daba al esquife y obviaron aquella escena. Yo dudé un segundo en darme la vuelta y seguir al chico para hablar con él pero para cuando quise darme cuenta un grupo de hombres armados surgieron de la nada y se lo llevaron. Cogieron al chico por los brazos y este los miraba con expresión de auténtico terror. Traté de nadar contracorriente esquivando los cuerpos de las personas que entraban en el barco pero la gente me impedía avanzar hacia el chico empujándome a bordo. ¡¿Acaso nadie más veía aquella escena?! Grité con todas mis fuerzas.

- ¡Dejadle ir! ¡¡Dejadle ir!! ¡No va a hacer ninguna tontería que pueda perjudicaros! ¡Dejad que se vaya!

El chico miró hacia donde yo estaba cuando identificó que hablaba de él. También miró uno de los piratas. El tipo llevaba un pañuelo rojo atado al cuello, piel clara y una sonrisa de expresión severa, no cínica ni malévola, era una expresión aséptica, profesional. De alguien que hace lo que tiene que hacer. Aquel pirata tenía el rostro de quien su escuela han sido todas las guerras que ha vivido. Se llevaron al chico detrás de unos inmensos contenedores de carga, los motores de nuestra barcaza empezaron a rugir, de manera casi ensordecedora, la gente hablaba en voz alta llevada por el nerviosismo del comienzo de la noche más peligrosa de sus vidas. Con todo aquel revuelo en apenas un segundo dejé de oír los gritos del joven, hasta que la noche se iluminó con el naranja de la pólvora prendida al salir la bala del fusil. Entonces todo fue silencio. Sentí que las piernas me flaqueaban. ¿Qué acababa de ocurrir allí? ¡¿Qué cojones había acabado de ocurrir!? Estaba totalmente aturdido, a las puertas de un ataque de ansiedad. Estuve a punto de dejar caer al niño al suelo. Me dejé arrastrar por la muchedumbre. Álex se despertó llorando. Llorar, algo que ni siquiera yo podía hacer.

Una vez en la cubierta alguien me asió del brazo. Era Charli. Él acababa de hablar con alguien del puesto del mando. Augusto estaba con ellos.


- ¡Por dios santo, Charli! ¿Dónde has estado? - Le pregunté tratando de no gritar ya que él me decía con la mano que bajara el tono de voz.

- Es una historia que te contaré algún día.

Se giró y me señaló para que Augusto me viera. El tipo asintió y habló con los que supuse los patronos del barco. Asintieron y nos indicaron que nos situáramos más a menos en medio de la cubierta. Toda la zona donde íbamos a pasar la travesía estaba iluminada por dos potentes focos. Pese a que la noche era oscura como las fauces abiertas de un lobo disponíamos de buena visibilidad. Allí ya había un grupo de madres con sus niños. Entendí que ese era el sitio para los chiquillos. Álex pataleaba inquieto y entonces lo puse en el suelo sin soltarle de la mano. Empezó a jugar con los otros niños.
No le hice mención alguna a Charli de lo que acababa de ocurrir con el chico en el muelle. ¿Para qué? Así suceden las cosas en las guerras. Tienes una vida hasta que ocurre algo que te la arrebata en un segundo sin importar qué has hecho el tiempo que viviste, a quién conociste, a quién amaste. Nada, ese es el valor de la vida en tiempos de guerra. Y casi en cualquier otro tiempo.

Charli se me acercó y pese a saber de inmediato qué algo me pasaba no quiso adentrarse en ese asunto. Cualquier cosa que fuera mirar atrás en ese momento no serviría de nada. Aquella noche, más que nunca, mientras durara la travesía todo sería momento presente. Sin pasado ni futuro. Solo ahora. Me tendió un sobre plastificado, perfectamente sellado.

- Casanova, toma.

- ¿Qué es esto, Charli? - Pregunté realmente extrañado.

- Esto es el salvoconducto para que vuelvas a por mi hermana cuando hayamos conseguido asentarnos en Nueva África. Una vez seamos de nuevo ciudadanos volveremos a por ella con todas las de ley. No encima de una patera llena de miseria y miedos. Hay un nombre y una dirección. Cuando todo se haya calmado irás allí y entregarás la carta.

- Charli, ¿por qué me la das a mí? No lo entiendo.

- Por esto. Y por esto. - Dijo señalando sucesivamente a mi corazón y a mi hijo.- Por todo ese amor que tienes en el pecho, Francis. Amor a mi hermana. Amor a Álex. Nada malo te puede pasar yendo por la vida tan lleno de amor. Ese sentimiento y no el del odio de las putas guerras es el que mueve al mundo. Tú tienes el doble de motivos que yo para luchar con la fiereza de un león si algo malo pasa esta noche.

Llevaba toda la razón. Charli siempre llevaba razón. Guardé la carta en el bolsillo interior del traje de neopreno que llevaba bajo mi ropa. El mío fue relativamente fácil de conseguir, el de Álex me había costado más del doble del precio de mi “billete” para el viaje de esa noche. Cuando se trata de un hijo los conceptos “caro” o “inasequible” si sirven para adquirir algo que lo proteja del daño, no existen. Sencillamente no existen.



Dos muchachos deshicieron los amarres que conectaban el barco a la que había sido nuestra tierra durante todos los años que duró nuestra vida. En el puerto algunas personas despedían a sus familiares, sin el romanticismo y la ilusión que hay en las despedidas que se hace a la gente que zarpa en los grandes barcos rumbo a un viaje de placer. Allí no había nada bueno, a todos los allí presentes nos sabía la boca a sangre de apretar los dientes llenos de dolor. Fue una noche de Junio cuando todo empezó. Y sería un día de Junio cuando todo acabara.  

La vergüenza de Europa. Parte I.

Caminaba rumbo a casa inmerso en mis pensamientos; sacudido cada pocos minutos por los ruidos de guerra que llegaban transportados por el viento. Los combates se habían desplazado hacia el norte y los vecinos que seguíamos en pie contamos con unas semanas de tregua al terror. Sin embargo era una sensación trágica, sabíamos que el dolor que a nosotros no se nos infringía ahora llovía en forma de desolación sobre las cabezas de otros paisanos. Y en cualquier momento podían volver los combates a las puertas de casa. Sentí ansiedad y me encendí un cigarro. La primera calada me supo a gloria, la segunda me sacudió; literalmente.

- ¡Zarpamos esta noche! ¡Francis, zarpamos esta noche!


Charli gritaba totalmente fuera de sí. Diría que parecía feliz. No sabía de dónde había salido. Me agarraba por las solapas de la chaqueta mientras me zarandeaba de atrás a adelante una y otra vez. Lo miraba de reojo pues toda mi atención estaba puesta en el cigarro que se me escapó de los labios y ahora rodaba adoquines calle abajo. Era el penúltimo que me quedaba para esa noche.

- ¿Estás seguro? ¿Quién te lo ha confirmado?


Yo mostraba un escepticismo absolutamente justificado ya que en los últimos nueve días habíamos escuchado la misma cantinela una y otra vez pero siempre, por uno u otro motivo, se había abortado el 'crucero', como Charli lo llamaba.

- Totalmente. Me lo ha confirmado Augusto. Si no hace mal tiempo saldremos de madrugada.

Augusto era un antiguo compañero de correrías de Charli de sus tiempos locos. Nunca me gustó. Era el típico chupóptero que siempre estaba pegado a la piel de alguien más poderoso y gordo que él para sacar su tajada de beneficio. Palabras como lealtad, compromiso o humanidad solo tenían valor para él si iban acompañadas de alguna cifra con varios ceros detrás.

- Está bien. Pasaré la noche en vela esperando a que me avises. ¿Sabes sobre qué hora vendrás a buscarnos? Álex ha estado muy nervioso estos días, ya sabes, la última tanda de obuses que cayeron sobre el barrio hicieron que volviera a sentir terror. Ver algo así en esa carita tan pequeña es más duro de soportar que si me volvieran a torturar. Me gustaría que durmiera el mayor número de horas posible.


- Estaré en el puerto desde primera hora de la noche. Le sonsacaré información a Augusto y en cuanto sepa algo serás de los primeros en conocer qué pasa. Tratad de descansar, va a ser un viaje duro. - Charli me miró compasivo. Con ese aire de sacrificio para con los demás que siempre le había acompañado.

- Gracias por todo, Charli. Álex y yo estamos en deuda contigo. Otra vez. -Dicho esto le di un abrazo fuerte que él me devolvió sin dudar.

- No te preocupes, Francis. Cuando estemos en África del Norte viviendo a todo tren el sueño de la Nueva Unión Africana no pagaré ni una sola cena en dos años. - Se rió ilusionado.

- Hecho. - Le solté y le apreté la mano con fuerza. Se giró sobre sí mismo y se marchó sonriendo. Yo eché un vistazo al suelo, localicé el pitillo y me lo llevé a la boca otra vez. Su sitio legítimo.


Charli se convirtió en parte indispensable de mi vida cuando estuve empotrado en las Brigadas de Liberación del Sur, en Almería. Apenas dos meses que marcarían para siempre mi existencia.
La guerra une a los hombres de una manera salvaje, primitiva. Tu alma se fusiona al alma de tu compañero de trinchera con cada silbido de bala sobre tu cabeza. Tu vida pasa a depender de alguien que has conocido tres horas antes. Sin preliminares. De pronto te ves llorando como un niño sobre el hombro de alguien del que no sabes nada cuando el miedo te ha engullido el alma.
La guerra derriba dogmas, te arranca los principios. Yo fui ateo 29 años de mi vida, justo hasta que tuve clavado en el costado un trozo de metralla de 15 centímetros destrozándome las entrañas. La vida se me escapaba a borbotones de sangre roja y caliente. Era curioso como mi corazón, el responsable de mantenerme toda mi existencia en pie, de pronto se convirtió en mi enemigo; con cada latido expulsaba de mi cuerpo unos pocos pero valiosísimos centímetros cúbicos de vida.
Charli surgió de la nada. Oí como el sargento me había desahuciado. Pero también oí como Charli desobedecía su orden mientras se tiraba sobre mi herida como alguien que va a coger el regalo más jugoso en una cabalgata de reyes magos. Ese regalo era mi vida.

- ¿Crees en dios, Francis R.? - Me preguntó al leer mi nombre de la placa que llevaba prendida del uniforme.

- No mucho, Charli P. De hecho pienso que si creyera en él ahora mismo estaría culpándolo de esto. - Respondí con un hilo de voz moribunda, con más sorna que vida después de repetir el gesto cómicamente al leer su nombre en la placa de su chaqueta.

- Hoy vas a creer en dios, Francis R.


Y empezó a rezar. Yo iba cada segundo que pasaba debilitándome más y más. Los disparos, explosiones y gritos de alrededor se iban amortiguando a medida que mi inminente shock hipovulémico se hacía patente. La vista me empezó a fallar y de pronto solo vi a Charli en el punto central de mi mirada, envuelto en un aura blanca. Misticismo puro. Sus rezos me llegaban abriéndose paso pesadamente no entre los ruidos de la guerra, sino entre el inmenso silencio que se asentaba en mi cerebro. Como si la muerte estuviera amueblando mi alma a su gusto para sentirse cómoda cuando entrara a vivir en ella.

Entonces empecé a rezar.

- ….. santi......., ficado..... se, se, sea.... tu nombre.......

- ¡Muy bien, Francis! ¡Sigue conmigo! Vamos, termina tú.

Y después de una serie de balbuceos concluí.

- …. a..... a..... AMÉN.

Hubo un flash, todo se iluminó para acto seguido todo volverse penumbra. Noté que me elevaba, que flotaba. Era curioso. Toda la vida sin creer en dios y llego justo a tiempo para que, después de decirle unas pocas palabras, me abra las puertas del cielo. Quizá no fuera tan mal tipo, solo algunos de sus empleados en la tierra se habían vuelto un poco locos.

No sé el tiempo que duró mi paseo por el cielo, imagino que el mismo tiempo que tardé en llegar en volandas de brazos en brazos hasta la parte trasera de una furgoneta blanca Ford con el cajón de carga abierto. Y de ahí hasta el hospital de campaña de Médicos sin Fronteras.

Dicen que cuando desperté habían pasado tres semanas. Fue Charli quien me lo dijo, cuando abrí los ojos él estaba allí. Llevaba a Álex en brazos.

- Espero que no te moleste que haya hecho algunas averiguaciones. - Se sonrió con esa cara de pícaro sin límite y me tendió al niño. Yo no podía casi moverme.

- Oh, dios mío. ¡Álex! - Lo abracé lleno de dolor. Pero sobrepasado de amor.

El tiempo que yo estuve en el frente dejé al niño al cuidado de una nodriza amiga de Elisa que se ofreció a ayudarme sabiendo mi situación. Tuve que aceptar sin más. Hice un cálculo rápido del tiempo que tenía cuando me fui y del tiempo que había transcurrido sin verle. El niño tenía seis meses de vida.

Después de un rato abrazado a mi hijo Charli vio que mi gesto se tornaba en dolor. Me cogió al niño y lo tendió hacia fuera de la cortina del cubículo donde estaba la cama. Apareció entonces una muchacha. Parecía una chica joven pero curtida. Era una mezcla rara, desprendía la inocencia propia de su edad pero había conocido los traumas del dolor que salpica una guerra y los había hecho suyos. Sin duda era una de esas raras avis obligadas a madurar a marchas forzadas.

- Te presento a Alma, Francis. Es mi hermana y ha estado cuidando de Álex estas semanas.

La miré y le sonreí. No hubo que decir más. Charli nos interrumpió con exceso de celo filial.

- Bueno, bueno, bueno. No creo que sea momento de que la cosa se ponga tensa por aquí, ¿verdad Francis? - Dijo lleno de malicia.

Me ruboricé. La convalecencia había derribado cualquier muralla a mis emociones. Se me podía leer como a un libro abierto. Además, estaba absolutamente desbordado. De pronto dos completos extraños habían entrado en mi vida de lleno y se habían encargado de ella. Era brutal.

Hice acopio de valor y pregunté:

- Charli, ¿quién eres?


Y mi salvador empezó a hablar. Lo hacía con una cuidada oratoria, acostumbrado a dirigirse a las masas. Entre otras cosas me desveló que la P que iba bordada en su uniforme no era de su apellido, era por “páter”. Charli era un cura en una guerra. Sonreí porque no creía que hubiera nada más absurdo a menos que ese cura repartiera hostias y no precisamente de obleas almidonadas. Después de un rato hablando y riendo me sentí cansado. Necesitaba pegar una cabezada. En menos de tres meses había librado dos guerras con la muerte, una a cielo abierto en el campo de batalla y la otra en la intimidad de mi cama de hospital, algo que fue casi como retozar con una muchacha flaca y pálida.

Desde entonces Charli, Alma, Álex y yo fuimos inseparables. Tan integrado me sentí en sus vidas que permití bautizar a Álex al octavo mes de vida. El día del bautizo Charli bromeó como si derramara también el agua en mi frente, casi le pego un puñetazo. Yo respetaba a dios, pero no quería volver verlo en mucho tiempo. Bautizamos a Álex porque al fin y al cabo quizá dios tuviera algo que ver en que yo siguiera vivo. La guerra me arrancó un trozo de pulmón y todos mis dogmas.