Había luna llena.
Eché un vistazo
para estudiar mi nuevo entorno. En el puesto de mando quedaban los
mismos patronos a los que Augusto, quien supuse se había bajado del
barco, había hablado de nosotros por recomendación de Charli. Eran
tres tipos, dos manejando cada motor y un tercero imagino que para
irse turnando. Sentí miedo cuando me percaté de que a bordo también
iban aquellos piratas con los que había vivido la escena en los
muelles. Iban armados, Charli decía que eran nuestro equipo de
seguridad, pero los dos sabíamos que realmente estaban allí para
poner paz disparando sobre nosotros sin el menor reparo. Habíamos
oído esas historias antes. Reconocí en seguida al del pañuelo
rojo, no era excesivamente alto, ni tenía un aspecto físico
contundente. Sin embargo el resto de sus camaradas lo trataban con
absoluta deferencia. Supe entonces que el respeto entre mercenarios
no se ganaba por la estatura o la presencia física sino por las
atrocidades que habían vivido, y cometido, en el campo de batalla.
El viaje
transcurría tranquilo pese a todo. Sin embargo yo no podía sacarme
de la cabeza la imagen de aquel muchacho en el muelle. Era como si
hubiera visto una película. Pero no, había sido absolutamente real
y ese dolor se convertiría en un dolor en bucle para siempre.
Anclado a mi subconsciente. Sajándome el alma.
Viajábamos
hacinados, Charli no dejaba de hacer bromas con la gente de alrededor
diciendo que íbamos así, tan juntos, porque éramos unos
cruceristas cariñosos. El mar estaba en calma, el oleaje apenas
golpeaba el casco de la nave por lo que aquellos que pensaban que se
iban a marear lanzaban suspiros de alivio. Las mujeres hablaban entre
ellas, cantaban a los niños y éstos disfrutaban de su espacio
controlado jugando felices. Álex interactuaba con los niños algo
mayores, parecía que con todo lo que había tenido que vivir en solo
diecisiete meses ya se sentía mayor. Rebusqué entre uno de los
bolsillos interiores de mis ropas y saqué el último pitillo que me
quedaba. Le pedí fuego al hombre de mi izquierda y prendí la punta
del cigarro. La primera calada me supo a gloria. Y la segunda. Y la
tercera. Después de darle menos de media docena de chupadas lo
apagué y lo guardé dentro de un tubo de plástico con un tapón a
presión. El viaje sería largo, guardaría la otra mitad para unas
horas más tarde.
El tremendo ruido
de los motores de pronto cesó. Los allí presentes enmudecieron de
golpe dejando claro que pese a la normalidad con que trataban de
tomarse la situación estaban alerta ante cualquier imprevisto.
Alguien desde el puesto de mando dijo que aprovechando la deriva
irían apagando los motores para ahorrar combustible. Unos mafiosos
dando explicaciones a su mercancía, sonreí por lo absurdo que me
pareció aquel gesto de hospitalidad. Entonces la secuestrada
normalidad volvió a invadir la cubierta. Aunque no por mucho rato.
Calculé que
habían pasado unas dos horas, la noche seguía dominando el cielo.
Habían apagado los focos que se proyectaban a cubierta y la gente se
disponía a dormir. Trataban de hacerlo apoyando las espaldas unos
con otros y acurrucaban sus cabezas entre sus brazos. Parecíamos
gorriones indefensos. Y quizá eso era lo que fuéramos, unos pobres
pajarillos en una jaula flotante. Álex se estaba portando como un
campeón y pronto pediría su recompensa. Metí la mano en mi
despensa de tela y saqué una papilla de fruta que Alma nos había
preparado. Mientras observaba distraído el viscoso y caliente
contenido de la bolsa de plástico alguien empezó a vomitar por la
borda, a pocos metros de donde estábamos nosotros. Era un hombre
mayor, casi anciano. La gente de alrededor se separó para dejar que
el hombre se despachara a gusto. A su lado alguien, que supuse un
familiar, agarraba al hombre. Pero el ser humano, un mequetrefe a
merced de la Naturaleza, nada puede hacer cuando el mar hace acto de
presencia cargado de furia. Una ola sibilina golpeó el casco del
barco y los dos hombres cayeron al agua. En ese momento los motores
volvían a estar apagados por lo que oímos perfectamente el ruido
sordo que los dos cuerpos hacían al entrar de lleno a las frías
aguas del Mediterráneo. Luego empezaron los gritos de ayuda. No
volvería a pasar. Otra vez no. No sería de nuevo espectador viendo
como la vida de alguien se apagaba.
- ¡Charli!
¡Charli, despierta! ¡Toma, coge a Álex!. - Le zarandeé
fuertemente.
- ¿Qué pasa?
¿Qué? - Decía esto mirando de lado a lado. Estaba realmente
dormido.
- Dos hombres han
caído al agua. ¡Hay que subirlos de nuevo a bordo! -Le tendí al
niño que se había despertado bruscamente. Empezó a llorar
desesperado echándome los brazos para que lo tomara de nuevo. “¡Apa,
apa!” repetía sin parar.
De rodillas en el
suelo puse las dos palmas de mi mano en la cabeza de Charli, una a
cada lado, a la altura de las sienes y apoyé mi frente en la suya
tratando de atravesarle el alma mirándole directamente a los ojos.
- Cuida de Álex
unos minutos, Charli. Cuida de Álex, ¡por lo que más quieras! No
lo sueltes, no vengas a por mí. Tengo que devolverle a la vida lo
que hiciste por mí en aquella trinchera. Álex es lo único que
tengo, Charli. Cuídalo. Es toda mi vida. - La barbilla me tembló al
decir esto.
Asintió sin poder
decir ni media palabra tratando de contener el llanto del niño.
Fui saltando a la
gente hasta llegar al puesto de mando. Hablé con quien gobernaba la
nave. Me dijo que lo único que iban a hacer era dar luz sobre el mar
para localizar a quien se había caído, pero ellos no iban a hacer
ninguna maniobra de rescate. No anclarían el barco. No me sorprendió
en absoluto aquel nuevo desprecio a la vida humana. El pirata del
pañuelo rojo me observaba atento. Su mirada se cruzó con la mía y
me echó un pulso de unas milésimas de segundo. No lo ganó.
Sin más remedio
acepté la escasa ayuda que me ofrecían. Tomé un salvavidas y una
cuerda lo suficientemente larga y gruesa. Algunos hombres y mujeres
de la cubierta se ofrecieron a formar una cadena para tirar de mí.
Uno de los hombres me dijo que estaba loco, el agua estaría por
debajo de los diez grados. Me quité la ropa y mostré el traje de
neopreno que había debajo. Movió la cabeza afirmativamente
comprendiendo mi determinación. Para entonces todas las personas que
habían allí se mostraban agitadas, los hombres de los fusiles
tomaron posiciones para evitar que la situación se descontrolara, de
inmediato la gente comprendió la gravedad de aquel momento y quienes
no iban a ayudar se sentaron. El potente foco localizó a las dos
personas flotando a unos cinco metros del casco, a popa. El mar no
estaba excesivamente bravo, pero el oleaje que había era suficiente
para agotar a los dos hombres que luchaban por mantener la cabeza a
flote. Yo ya tenía atada la soga al salvavidas y otro pliegue
alrededor de la cintura, los hombres estaban dispuestos para tirar de
mí cuando llegara a los náufragos. No quise mirar a donde Charli y
Álex estaban, aquello no era una despedida. Justo cuando me disponía
a saltar algo tiró de mí. Cuando me di la vuelta dos de los matones
agarraban la cuerda riendo y me impedían saltar al agua.
- Amigo, no puedes
salvar a esos dos hombres. En este barco nosotros decidimos quién
vive y quién no. - Reconocí esa mirada en apenas un segundo. No
iban de farol, no me dejarían saltar al agua pero tenían ganas de
divertirse antes, de infundir miedo. Esos hijos de puta ignoraban que
yo también había estado en su misma guerra, quizá poco tiempo pero
lo suficiente para no conocer ya el miedo. Desconocían por completo
quién era yo y qué atrocidades me obligó la guerra a hacer para
sobrevivir unos pocos minutos más cada día. Cometieron el error de
subestimar la desesperación de un hombre. En un movimiento eléctrico
saqué el cuchillo que llevaba atado en mi tobillera. Sin pensármelo
dos veces lo clavé en el hombro derecho de aquel tipo. El arma se le
cayó al suelo. Gritó como un cerdo en día de matanza. Cuando la
empuñadura tocó su carne y su sangre resbalaba por mis nudillos
rumbo al negro azabache del neopreno de mi traje, clavé, esta vez,
mis ojos en los suyos. El tipo estaba lleno de miedo. Apretando los
dientes le dije:
- Ni se te ocurra
intentar detenerme o te iré rajando poco a poco hasta sacar el
cuchillo por tu yugular. - Miraba a su compañero para que fuera una
advertencia a dos.
Extraje la hoja de
su carne rápidamente, como en un movimiento accionado por un
resorte. Fue como sacarla de una gran barra de mantequilla casera y
la coloqué en mi tobillera. Le di dos palmadas en la espalda a uno
de los hombres que seguía allí dispuesto a ayudarme. Aquella escena
no le había hecho retroceder ni un solo centímetro, el valor
aparece en cualquier corazón cuando se marcha el miedo. Me lancé al
agua de cabeza con técnica depurada. Había pasado mi vida pegado al
mar por lo que sabía como saludarlo al entrar.
Tardé unos pocos
segundos en llegar hasta ellos, el hombre joven trataba de mantener
la cabeza del mayor a flote, a riesgo de verse sumergido él una y
otra vez. Entre grandes bocanadas persecutoras de aire consiguió
decirme que era su padre. El señor estaba agotado. Entre los dos le
colocamos el salvavidas e indiqué con el pulgar hacia arriba a la
gente de cubierta que podían empezar a tirar. Mientras el hombre era
subido de nuevo en el barco su hijo y yo nadamos para no alejarnos.
Volvieron a lanzar el salvavidas y esta vez subió el chico. Yo ya
estaba agotado, tragué algo de agua debido a que respiraba acelerado
a consecuencia del vaivén de olas y emociones de los últimos
minutos. Por último llegó mi turno. De pronto los motores empezaron
a rugir. Se me heló la sangre pensando en que aquello pudiera ser
consecuencia directa de mi enfrentamiento con aquellos milicianos. Se
oyeron gritos a bordo. Alguien decía que pararan, otros gritaban
furiosos que avanzaran. Supe entonces que pensaban abandonarme.
Charli... ¡Álex! De pronto dos tiros al aire. Gritos de miedo. El
agua me entraba por la nariz al respirar azorado, tosía dando
grandes arcadas. El hombre de cubierta lanzó con todas sus fuerzas
el salvavidas, supe que así había sido pues en medio de aquella
algarabía oí el sonido que hizo el aire al abandonar sus pulmones
en aquel gesto hosco. Escuché el ruido que hacía el flotador al dar
de plano con el agua, a pocos metros de mí. Pero no había visto el
sitio exacto donde tocó agua. Entonces el foco se apagó. Y mi
instinto tuvo que encenderse. Más gritos en cubierta. Los segundos
en penumbra me desconcertaron hasta que la luna, descarada, se
desnudó de su vestido de nubes y me mostró donde debía extender
mis manos. ¡Bingo! Me agarré a la cuerda y fui trepando ayudado por
quienes todavía se habían quedado allí para ayudarme, poniendo en
riesgo su propia vida. Eran apenas unos tres o cuatro metros de
altura. Salvé la última distancia dando un par de grandes zancadas.
Caí a plomo en la cubierta. Estaba agotado pero también feliz,
pleno. No era todavía consciente de lo que allí pasada. Ignoraba,
fruto del agotamiento, completamente en qué punto estaba la
situación a bordo. Levanté la vista instintivamente buscando a los
dos hombres que habíamos salvado pero lo que me encontré fue la
culata del kalashnikov del pirata del pañuelo rojo que al estamparse
contra mi pómulo izquierdo lo quebraba. Antes de que me doliera todo
lo que iba a dolerme el golpe sentí ganas de estornudar. Mi
trigémino se había despertado de madrugada sobresaltado por aquel
golpe y preguntaba “¿Qué pasa aquí?” de aquella manera.
- Tienes suerte de
que tu amigo el cura haya pagado por ti un buen seguro de vida,
muchacho. De no ser por él te habría matado ahora mismo. Delante de
tu hijo. -Mientras me decía eso restregaba la culata del fusil por
mi rostro, extendiendo la sangre.
Alcé la vista
aturdido, sentía que me mareaba. No, ahora no. Aquí no. Álex...
Álex...
Entonces caí
inconsciente.
En la última
etapa de mi vida se había convertido en costumbre desfallecer y
luego recuperar la consciencia sabiendo que al despertar Charli me
estaría esperando. Abrí los ojos y allí estaba con Álex. Otra
vez. Pero esta vez no habían pasado tres semanas, solo tres cuartos
de hora. Iba mejorando mis marcas de regreso desde el otro lado.
- Te has librado
por poco, amigo. Incluso con el peso de mis contactos me ha costado
mucho trabajo convencer a la tripulación de que no eres un tipo
peligroso. Que lo que has hecho al fin y al cabo ha sido algo bueno y
que no era necesario arrojarte a que te comieran las gambas. - Charli
señalaba a donde estaban los dos hombres que sacamos del agua.- Ahí
los tienes.-
Padre e hijo se
acercaron a darme las gracias. Venían felices. Y contrariamente a lo
que esperaba me sentí culpable porque, egoístamente, pensé en que
había jugado no con mi vida, sino con la Álex si algo me hubiera
pasado. Les estreché la mano y me toqué el pómulo.
- Creo que lo
tengo destrozado. -Miré a Charli rotundamente dolorido.
- En la cara te he
dado seis puntos. La reparación del hueso tendrá que esperar. Te
pagaré la mejor placa de metal en la mejor clínica de Nueva África.
Esa ropa tuya es una mina de oro, chico. - Lo dijo en alusión a un
pequeño botiquín que llevaba encima.
- Lo sé. - Sonreí
lacónico.
- ¿La carta sigue
en su sitio? - Preguntaba por el salvoconducto de Alma.
Tenté el bolsillo
donde la había colocado antes de lanzarme al mar. Allí estaba. Miré
a Charli y asentí.
Clavé la vista al
cielo. La noche seguía siendo el techo de nuestros destinos. La luna
apenas se veía ya. Intenté calcular qué hora sería. Después de
un rápido repaso a los acontecimientos concluí que serían en torno
a las cinco y media de la mañana. Estaba a punto de amanecer. Deseé
que lo hiciera en todos los sentidos. Eché un vistazo a la gente que
había en cubierta. Eran gentes de rostros tristes, adustos por las
circunstancias. Aquellas personas merecían mi más admirado respeto,
ya eran héroes y heroínas por estar allí aquella noche, por todo
lo que habían arriesgado, que no era otra cosa que su propia vida,
se merecían que el viaje terminara bien, merecían un futuro mejor y
una nueva oportunidad cuando el barco tocara tierra. Entre nosotros
había un sentimiento de solidaridad, en esos momentos todos éramos
unos apátridas. La sensación de desarraigo nos unía pues todos
llevábamos un trozo de nuestra tierra en el corazón. Éramos como
pequeñas piezas del mismo puzle que había sido nuestro pasado en la
ciudad, al principio parecíamos piezas desconectadas pero tras unos
minutos de charla todos encajábamos, éramos gente que había
visitado los mismos sitios, los mismos barrios, gente que había
visto las mismas puestas de sol... Gente que tenía casi la misma
vida.
Bastaron unos
pocos minutos para que el cúmulo de malos presentimientos que había
tenido días atrás fueran confirmados de la peor manera imaginable.
Era como si al subir al barco después de rescatar a aquellos dos
hombres alguien más hubiera llegado a bordo. Tenía la sensación de
que La Muerte misma se nos había pegado a la piel y se encontraba
ahora entre el pasaje. Debí haberme dado cuenta mucho antes de que
cuando todas las señales te dicen “No” debes seguir el camino
lógico, de nada sirve convencerte de que las cosas van a salir bien
cargado de pensamientos mágicos. Cuando la evidencia te grite “¡Sal
de ahí!”, debes salir sin pensarlo dos veces.
Apenas tengo unos
vagos recuerdos de lo que pasó en aquellos treinta minutos. Ni
siquiera sé si fueron treinta minutos, treinta segundos o treinta
años. Todas las imágenes que vienen a mi mente lo hacen como los
flashes en los pasillos de una casa del terror en un parque de
atracciones: gritos, rostros desfigurados y un ruido imposible de
equiparar a nada conocido, como el ruido que haría un agujero negro
en el universo engullendo toda la vida de una galaxia de golpe.
Uno de los motores
empezó a arder. La columna de humo negro tenía un pie de fuego
naranja y se elevaba furiosa hasta el cielo. Desde nuestra posición
en proa notamos la primera sacudida que hizo la nave cuando los
barriles más pequeños de combustible estallaron. De hecho recuerdo
que fueron más fuertes nuestros gritos que el ruido mismo de
aquellas primeras deflagraciones. La gente corrió hacia nosotros. Yo
agarré a Álex con todas mis fuerzas, tanto que temía asfixiarlo.
Ya había perdido de vista a Charli. Entonces una explosión mayor,
de los barriles grandes, lanzó por los aires a algunas personas
envueltas en una bola de fuego. Y dos segundos más tarde la locura y
el terror de la gente que quería huir sin tener hacia donde hicieron
que ocurriera lo inevitable; el barco volcó y entramos de lleno en
un infierno hecho con agua.
Eran las once
de la noche. Alma nos miraba desde el umbral de la puerta y me decía
que estaba loco. Álex y yo estábamos en la bañera de casa.
Llevábamos nuestros trajes de neopreno, en cierto sentido estábamos
ridículos de esa guisa en un cuarto de baño. Era una bañera
grande, yo podía tumbarme boca arriba sin problemas y practicar con
Álex encima esa postura de supervivencia que me había enseñado un
compañero de cuando estuve en el frente. El agua estaba helada y el
niño ya no daba muestras de estar disfrutando. Le pasaba cuando
llevábamos más de media hora chapoteando. Al principio encendía
una luz, luego dejaba el baño a oscuras y al final, cuando ya se
ponía nervioso, le cantaba la única nana que Elisa tuvo tiempo de
enseñarme. Siempre tumbado sobre mi pecho le había instaurado esa
rutina, cuando terminara la nana saldríamos del agua.
- Echa más
hielos. Serán solo cinco minutos más. Hazme caso. -Le pedía a Alma
con mirada de súplica.
- No entiendo
el funcionamiento de esta rutina militar. Es inhumano que lleves al
chiquillo al límite de esta manera- Alma refunfuñaba mientras hacía
lo que le pedía.
- Alma, ya
sabes por qué lo hago. Tú misma te sorprendiste cuando te dije que
habíamos pasado de aguantar diez minutos a media hora en pocas
semanas. Sabes tan bien como yo que esto puede suponer la diferencia
entre conseguirlo y no. - Me refería a si llegado el momento el
barco naufragaba y debíamos aguantar todo el tiempo posible a flote
en medio de un mar de agua helada.
- Lo sé. - Y
preparaba las toallas calentadas a la vera del fuego de la chimenea
para envolvernos cuando saliéramos del agua helada.
La gente gritaba de terror. Oía lloros ahogados por la tos y las
arcadas que causaba el agua de mar al llenar las gargantas de los
supervivientes de la explosión. La gente llamaba a sus seres
queridos gritando desconsoladamente. Algunos optaron por agarrarse al
trozo de la barcaza que aún se mantenía a flote pero que no podía
albergar a todo el mundo. Pude ver como un grupo de personas se
dedicaba a coger trozos grandes de la madera de la barcaza y a poner
en ellos a otras personas para que tuvieron algo a lo que agarrarse.
Grité con todas mis fuerzas.
- ¡Charli! ¡CHARLI! - Pero tuve que parar cuando Álex empezó a
llorar asustado.
Ya lo tenía sobre mi pecho. En esa postura que tantas veces habíamos
practicado con Alma como testigo. Debía funcionar, tenía que
funcionar. De pronto alguien empezó a gritar.
- ¡Barco! ¡Barco! ¡Viene un barco!
De entre las entrañas de todos los presentes salió al unísono una
petición colectiva de socorro.
Era un barco mediano, pesquero quizá. Pasó por nuestro lado y nos
rodeó, parecía acechar. Encendió un foco en cubierta y alumbró al
agua donde las cabezas de los náufragos luchaban por cada bocanada
de aire entre gritos de ayuda. Luego de escudriñar el agua, apagó
el foco y el barco prosiguió su marcha. Como si allí no pasara
nada. Como si esa escena de desesperación, de vida y muerte, de
condena y salvación humana no estuviera ocurriendo delante de sus
narices. La gente lloró, o al menos eso creí. Por momentos no sabía
qué era real y qué no.
Continué flotando con Álex sobre mi pecho un rato más. El niño
miraba como loco de lado a lado, pero no estaba asustado. Era un niño
que había nacido sin miedo. Por la hora que era debía estar a punto
de salir el sol. Difícilmente había logrado trazar una línea
temporal de los últimos acontecimientos para ubicarme, pero en
seguida lo supe. Solía oírle decir a Charli que la noche es más
oscura justo antes del amanecer. Y entonces sucedió. El sol hizo
acto de presencia por el noreste. Levante la cabeza para ver lo que
sucedía a mis pies y lo que vi me heló el corazón, algo que
todavía el agua fría del mar no había conseguido hacer. A mis pies
la gente viva convivía con gente que flotaba boca abajo. Algunos se
ocupaban en mantener cerca de sí mismos los cadáveres de sus seres
queridos. De pronto dejé de oír. Observé la escena en el mayor
silencio. Igual que aquel día en que estalló una granada cerca de
nuestras posiciones y estuve una semana sin apenas oír otra cosa que
un molesto zumbido como de televisión mal sintonizada.
Volví en mí cuando sentí que mi hijo apoyaba su cabeza en mi
pecho, fatigado, tiritando. Le levanté la cara, mojándole un poco
con mi mano y lo que vi me atravesó el cerebro como si me clavaran
agujas de lana en el cráneo. Mi niño estaba pálido y tenía sus
pequeños labios azules. Estaba cianótico. Pese a todo no lloraba,
porque él rara vez lloraba. En un inútil intento de darle algo de
calor trataba de darle el aire caliente que salía de mis pulmones,
quería que toda mi vida se fuera con él pero al hacerlo solo
conseguía que nos hundiéramos. Así que solo pude hacer lo que
deseaba que ocurriera. Empecé a cantarle en bajito la única nana
que conocía... Su cara se iluminó, parecía que la vida le volviera
de súbito. Álex sabía que al acabar la nana podríamos salir del
agua.
La nana acabó. Y todo fue silencio.
Cerré los ojos llorando y sentía que me hundía, esta vez directo
al abismo. Todo estaba perdido. Entonces dos muchachas negras con
traje de buzo nos hicieron volar a Álex y a mí a una barca de
salvamento marítimo. Yo solo repetía “salvad al niño, salvad al
niño, salvad al niño” hasta que caí extenuado.
Creo que era por la tarde. Un traductor de la Media Luna Roja nos
dijo que solo habíamos sobrevivido cuarenta personas. Cuarenta
personas de casi trescientas. Le pregunté si entre los
supervivientes había un señor que respondía al nombre de Charli,
dijo que no le constaba. Uno de mis compañeros me dijo que ese tal
Charli los había salvado a él y a otras ocho personas más
ayudándoles a mantenerse agarrados a los trozos de la barcaza que
flotaban. Charli había sido uno de esos hombres a los que había
visto ayudar al resto. Había vuelto a hacer lo que tenía que hacer. Pero esta vez no vendría a contarme la historia de esta última gesta. Las lágrimas se me agolparon en los ojos. Le
pregunté al intérprete si tendría un cigarrillo para darme.
Asintió. Al tendérmelo me dijo que fumara fuera, pero que estuviera
preparado para lo que iba a ver. Al salir los cuerpos de mis paisanos
que habían sido sacados del mar yacían en fila tapados con una
sábana blanca. Me flaquearon las piernas y caí al suelo. Esos
cuerpos ahora inertes solo hacía unas horas que sentían, que
sufrían, que estaban llenos de miedos. Pero también de sueños, de
esperanza e ilusión. Sentí rabia, maldije a los marineros de aquel
barco que pasó de largo. Quería tenerlos delante para preguntarles
por qué lo hicieron, por qué no nos prestaron ayuda. Quería
preguntarles si era por el color de nuestra piel, quería saber por
qué no hicieron algo por nosotros. Pero todo era en vano, la culpa
no era de aquellos marineros. La responsabilidad de todo aquello era
de los mismos que nos habían empujado a abandonar nuestra tierra.
Después de todo lo ocurrido nada me daría consuelo ya el resto de
mi vida. Nada que no fuera Álex. Fui incapaz de fumar. Entré al
hospital de campaña y lo vi jugando con tres de los cinco niños que
habían sobrevivido. Por dios santo, eran treinta niños. Tuve que ir
a vomitar. Después de eso un enfermero corpulento me cogió y me
indicó que me sentara. La bata blanca resaltaba aún más el negro
profundo de su piel. De pronto me dejé caer en sus manos, le
entregué mi calma y ese hombre negro de sonrisa gigante me recordó
que Alma estaría haciendo lo mismo por alguien en uno de los pocos
hospitales que quedaran en pie en casa. Sin saber muy bien por qué
le entregué la carta que Charli me había dado. Ese grandullón me
había inspirado confianza desde la primera vez que lo vi. Supe que
podía confiarle no solo mi salud, sino toda mi vida.
Pasaron solo dos meses cuando esa carta dio sus frutos. Álex y yo
fuimos trasladados desde el centro de internamiento para inmigrantes
hasta un piso tutelado. Gracias a esa carta nuestra antigua vida
acabó.
Pasaron dieciocho meses hasta que pudimos cerrar el círculo y Alma
estuvo con nosotros en Nueva África. La nostalgia por haber perdido
a Charli nos acompañaría el resto de nuestras vidas, pero sabíamos
que ese canalla infame con alzacuellos y amante del Jack Daniel's
había perdido su vida salvando a casi treinta personas antes de
desaparecer. Sin duda alguna estaría ahora mismo fumándose un
cigarro a escondidas en la cafetería del cielo.
Nota del autor.
Si te ha gustado puedes colaborar comprando un ejemplar en versión digital.
http://www.bubok.es/libros/228829/Cuando-las-pateras-partan-desde-Europa
GRACIAS!
Nota del autor.
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